Hipnotizado en mi caminar, en el claro oscuro de la madrugada, con los hilos que cuelgan de los postes de teléfono, infinitos al margen de los senderos, cuerdas combadas listas para tender las ropas con olor a jazmín recién lavadas de los peregrinos que cruzan estos senderos silentes, sentí que mi juventud se quedaba traspuesta en la mochila.
Luego, tras andar largas horas al sol por estos caminos arañados a la espiga, al acercarse el mediodía, dos campanas, pendiendo en el aire; repican a misa en día de fiesta. Son las puertas al campo de Bercianos del Real Camino. Tres estacas metálicas las sostienen, mientras una mano invisible las vuelca para sacarles el sonido metálico de sus entrañas; como aldabas a mi llegada.
No hace tantos años que oteé aquellas campanas en aquel horizonte de un cielo azul de mar adentro, salpicado de pequeñas ondulaciones de los montículos del grano recién cogido.
Hoy vuelvo a pasar por aquí con la esperanza de reencontrar las voces de sus vecinos hospitalarios, secar mi sudor, y rehacer mis huellas del pasado de mi infancia con el habla limpia y sincera de estas sus gentes.
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